1V AZTERLANAK ESTUDIOS KD7 C?H7:7 ¼9ECF7H7:7½ IE8H; 7B=KD7I ;NF;H?;D9?7I :; 9ã:?=EI xj?9ei O :; 9ED:K9J7 ;D B7 <KD9?ãD Fç8B?97 7 ¼9ECF7H7J?L;½ BEEA 7J IEC; ;NF;H?;D9;I E< ;J>?9I 7D: 9ED:K9J 9E:;I?D J>; 9?L?B I;HL?9; Consultor Institucional/Catedrático de Universidad (acreditado) UPF rjimenezasensio@gmail.com Recibido: 27/10/2017 Aceptado: 8/11/2017 2017 IVAP. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Reconocimiento NoComercial SinObraDerivada (by-nc-nd) Laburpena: artikulu honetan gaur egun indarrean dauden sektore publikoko jokabide-kodeen ereduei buruzko deskribapen bat aurkezten da, euren oinarri kontzeptualak eta balioespenak azpimarratuz. Etikak funtzio publikoan historian zehar izan duen paperari buruzko aurkezpena egin ondoren, Erresuma Batua, Frantzia eta Kanadako ereduak deskribatzen dira. Ondoren, Funtzio Publikoko Legeen eta EBEPen zeregina zehazten da Espainiako langile publikoen betebeharren eta jokabide-printzipioen definizioan. Azkenik, autorregulazioko tresnak deskribatzen dira, hala nola, Galiziako Autonomia Erkidegoarena, Merkatuen eta Lehiaren Batzorde Nazionalarena, Botere Judizialaren Kontseilu Nagusiarena edo Bartzelonako Udalarena. Artikulu honen amaieran Gipuzkoako Foru Aldundiko Enplegu Publikoaren Etikaren eta Kudeaketa onaren kodea aztertzen da, berriki onartua (2017ko azaroa). Esperientzia aitzindaria Espainian. Gako-hitzak: jokabide kodeak, kode etikoak, sektore publikoa, konparaziozko legea. Resumen: el presente artículo realiza una descripción de los principales modelos de códigos de conducta en el sector público existentes en la actualidad haciendo hincapié en sus presupuestos conceptuales y en los valores que ensalzan. Tras una introducción sobre el papel de la ética en la función pública a lo largo de la historia, se describen los modelos del Reino Unido, Francia y Canadá. A continuación se detalla el papel de las Leyes de Función Pública y el EBEP en la definición de los deberes y principios de actuación de los empleados públicos en España. Finalmente se describen instrumentos de autorregulación como los de la Comunidad Autónoma de Galicia, la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, el Consejo General del Poder Judicial o el Ayuntamiento de Barcelona. El artículo se cierra con un breve análisis del Código Ético y de Buena Gestión del Empleo Público de la Diputación Foral de Gipuzkoa, aprobado recientemente (noviembre de 2017). Una experiencia pionera en España. Palabras clave: códigos de conducta, códigos éticos, sector público, derecho comparado. Abstract: this article presents a description of the main models of codes of conduct in the public sector in the current context, emphasizing their conceptual foundations and the values they extol. After an introduction on the role of ethics in the civil service throughout history, the models of the United Kingdom, France and Canada are described. Next, the role of the Civil Service Laws and the EBEP in the definition of the duties and principles of action of public employees in Spain is detailed. Finally, self-regulatory instruments are described, such as those of the Autonomous Community of Galicia, the National Commission of Markets and Competition, the General Council of the Judiciary or the City of Barcelona. The article closes with a brief analysis of the Code of Ethics and Good Management of Public Employment of the Provincial Council of Gipuzkoa, recently approved (November 2017). A pioneering experience in Spain. Keywords: codes of conduct, ethical codes, public sector, comparative law. 58 ISSN: 2173-6405 e-issn: 2531-2103
Sumario 1. Precedentes y marco comparado. 2. España: las Leyes de Función Pública como marco de regulación de «los deberes» de los funcionarios (y empleados públicos). 3. La regulación del Código de Conducta de los empleados públicos en el EBEP. 4. Otras experiencias. Breve apunte. 5. Una experiencia pionera: el Código Ético y de Buena Gestión del Empleo Público de la Administración Foral de Gipuzkoa. Bibliografía. 1. Precedentes y marco comparado 1.1. Consideraciones introductorias Los códigos de conducta de la función pública son un fenómeno relativamente reciente, aunque en algunas democracias avanzadas la aparición de estos códigos data de las últimas décadas del siglo XX. Y ello es lógico, puesto que los primeros pasos en el proceso de construcción de la institución de función pública no se produjeron salvo el precedente de la Administración prusiana y el mucho más lejano en el tiempo de la Administración confuciana hasta después de las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII. Y, en verdad, la institucionalización efectiva de la función pública tuvo que esperar mucho más tiempo, si bien su implantación fue muy desigual según países. En efecto, aunque la Revolución francesa dio carta de naturaleza al principio de igualdad, mérito y de capacidad para el acceso a la función pública, lo cierto es que tal principio tardaría, sin embargo, muchas décadas en ser efectivo. El artículo 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, ya especificaba que todos los ciudadanos eran igualmente admisibles a todos los empleos públicos según su capacidad y sin otra distinción que la derivada de «sus virtudes y talentos». Esa referencia a las virtudes debía ser entendida como capacidad «moral»; mientras que la relativa a sus talentos, como capacidad profesional. La preocupación por los valores y por la ética pública parecen estar, por tanto, en los orígenes de las revoluciones liberales. No en vano, filósofos de la Ilustración dedicaron no pocas páginas de reflexión a los problemas morales, también en el ámbito público1. En esa misma Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano se recogía un principio de evidente modernidad, como era el de «rendición de cuentas» de los agentes (funcionarios) ante la sociedad. Una idea que conecta estrechamente con la integridad en el ejercicio de las funciones públicas, con la transparencia y, en fin, con la responsabilidad por los resultados de la gestión. Sin duda, una noción preñada de modernidad. Pero la institución de la función pública aún debió luchar mucho contra las arraigadas y seculares tendencias de favoritismo, clientelismo, nepotismo, así como contra un sinfín de manifestaciones y patologías inherentes a la relación entre sociedad y el ámbito de lo público que impedían una y otra vez la aplicación real del principio de igualdad, mérito y capacidad en el acceso a los empleos públicos. Los textos constitucionales de finales del siglo XVIII y del siglo XIX se hacían eco de tales principios, pero la realidad en buena parte de los países europeos seguía otro camino. Hubo que esperar hasta 1854 para que el conocido como Informe Nortchote-Trevelyand, que trasladaba a la metrópoli (Gran Bretaña) la configuración del Servicio Civil existente en la India, sentara las bases del futuro Civil Service, comenzando así un proceso de erradicación de las prácticas de nombramiento de funcionarios basada en el patronazgo o en el clientelismo político más burdo. En ese trascendental Informe se abogaba por la creación de un servicio civil profesional al que se accedería mediante pruebas abiertas y competitivas, con una estructura diferenciada entre puestos instrumentales y puestos técnicos, apostando igualmente por la promoción basada exclusivamente en el mérito. El paso hacia lo que ISSN: 2173-6405 e-issn: 2531-2103 59
AZTERLANAK ESTUDIOS Fukuyama ha denominado «Administración impersonal», ya estaba dado, al menos en Gran Bretaña 2. La creación de la «Comisión de Servicio Civil» como órgano independiente del poder político que llevaría a cabo ese reclutamiento de funcionarios (civil servants) se concretó en 1855 3. Años más tarde se creó el Civil Service. La Administración británica inició, así, un proceso de creciente profesionalización de la función pública y de salvaguarda del principio de imparcialidad (neutralidad) en el ejercicio de sus funciones. Unos valores que, tras el tiempo transcurrido, no han hecho más que reforzarse. En los países de Europa continental, siempre con la excepción de Prusia y luego de Alemania, el proceso fue más lento. Francia profesionalizó, con inicios en la etapa de Napoleón, algunos de sus altos cuerpos del Estado; pero la profesionalización de la función pública en su integridad hubo de esperar varias décadas. El caso de España fue aun más tardío. Hasta bien entrado el siglo XX no se consigue disponer de una función pública en la que se ingresa por medio del mérito y de la capacidad con carácter general. Aun así, ese proceso se vería empañado por diferentes accidentes políticos, que enturbiaron esa pretendida profesionalización de la función pública 4. En ese contexto, hablar de ética en la función pública no dejaba de ser algo extraño; pero los «deberes» de los funcionarios, como se verá, formaron parte siempre de su estatuto jurídico. No en vano el régimen funcionarial era (y es) un sistema articulado a través de un estatuto que define un conjunto de obligaciones y deberes profesionales, junto con unos derechos. El paulatino olvido de los primeros ha conducido sobre todo en fechas recientes a un proceso que se puede caracterizar como de bulimia de derechos y una correlativa anorexia de valores en la función pública. Algo que debe invertirse, al menos en lo que respecta a la recuperación de los valores-fuerza del servicio público como sello de identidad de la institución de función pública. La institución de función pública se juega mucho en este empeño. Sin embargo, ya desde la década de los setenta del siglo XX se fueron produciendo ejemplos de codificación, primero a través de leyes (por ejemplo, en Estados Unidos en 1978 y posteriormente en Canadá) y después por medio de otros instrumentos no normativos, de un conjunto de valores que debían orientar el ejercicio de la función pública (o del servicio civil), así como de aquellas normas o reglas de conducta a la que debían sujetar su actividad los funcionarios (empleados públicos) en la respectiva Administración Pública. Ciertamente, el modelo continental europeo, de raíz francesa, apostaba por la determinación del estatuto jurídico de la función pública, en concreto de los derechos y deberes de los funcionarios públicos, a través de la Ley. El principio de legalidad era aún más intenso en todo lo que se refería al sistema de infracciones y sanciones, como consecuencia del incumplimiento de tales normas jurídicas. Por otro lado, los modelos anglosajones, basados en la concepción del common law, pero sobre todo en un modelo de Derecho Público mucho menos formalizado, utilizaban la Ley, pero sobre todo disponían de mecanismos de regulación más flexibles que dotaban al Ejecutivo de mayores márgenes de actuación. Eso explica, en parte, el papel tan activo que los Códigos de Conducta han tenido en esos países a la hora de regular el estatuto jurídico de las obligaciones de los funcionarios públicos. No obstante, estas tendencias tan marcadas tienden a diluirse en parte. Al menos en los últimos años. En el mundo anglosajón la Ley también regula con intensidad determinados fenómenos vinculados con el servicio civil y las obligaciones derivadas del mismo, así como en el mundo continental europeo los códigos de conducta han irrumpido en innumerables ámbitos del actuar público, también en la función pública. Esto se comprobará de inmediato. 1.2. El Reino Unido. El Informe Nolan y la aprobación del «Civil Service Code» La construcción de la función pública en el Reino Unido (Civil Service) ha sido consecuencia de un largo proceso, que ahora no procede examinar 5. Durante el período que transcurre desde 1854 hasta 1994, los valores del Servicio Civil aparecían reflejados de forma dispersa en distintos documentos. No obstante, a lo largo de ese período de tiempo, se fueron consolidando principios o valores propios del Servicio Civil tales como la neutralidad política, la integridad, la responsabilidad en el ejercicio de sus funciones ante el Ministro, la selección y promoción a través del principio de mérito, así como la objetividad y la lealtad. Tras una serie de escándalos acaecidos en las instituciones políticas británicas a inicios de la década de los noventa (especialmente, en sede parlamentaria), vio la luz en 1995 el conocido como «Informe Nolan», realmente titulado Normas de conducta en las Instituciones públicas 6. Este Informe volcaba su diagnóstico y recomendaciones sobre cargos parlamentarios y de nombramiento político por el Ejecutivo, pero no sobre el Servicio Civil propiamente hablando. Pero fruto también de aquel proceso de moralización de la vida pública, apareció en 1995 el Civil Ser- 60
vice Code. Este Código, aunque se ha querido ver en él una suerte de «legislación estatutaria» (dada su aprobación por el Ejecutivo y la dependencia del Civil Service de «la Corona»), lo cierto es que regula solo cuatro valores nucleares que informan la actividad de la función pública y una serie de normas o reglas de conducta sobre lo que se puede hacer o no hacer en torno a cada valor, cerrando el texto con un enunciado breve de derechos y responsabilidades. En 2010, ese Civil Service Code adquirió reflejo legal mediante la referencia que al mismo hizo un texto normativo aprobado por el Parlamento: Constitutional Reform and Governance Act. En el capítulo de esa Ley relativo a «Códigos de Conducta» aparece un artículo que regula aspectos básicamente formales del Civil Service Code, habilitando al Ministro para el Servicio Civil para publicar un código de conducta de los servidores públicos. Ese código de conducta (Civil Service Code), en efecto, se asienta sobre cuatro valores que actúan como foco del servicio civil son: Integridad, que implica situar las obligaciones del servicio público por encima de los intereses personales del funcionario. Honestidad, que representa actuar con veracidad y de forma abierta o transparente. Objetividad, que supone basar sus informes y decisiones en análisis rigurosos de cada caso. Imparcialidad, que comporta actuar exclusivamente de acuerdo con los méritos o circunstancias del caso, sirviendo del mismo modo a las diferentes políticas que pueda llevar a cabo cada Gobierno. Este conjunto de valores representa una garantía del buen gobierno y asegura la realización de los más altos estándares de actuación por parte del Servicio Civil, así como ayuda a alcanzar y retener el respeto hacia los funcionarios por parte de los Ministros, Parlamento, la ciudadanía y, en particular, de los usuarios de los servicios públicos. Asimismo, tal Código detalla los estándares de conducta esperados por parte de los servidores públicos y que todas sus actuaciones estén basadas en tales valores nucleares, detallando qué debe y qué no debe hacer un servidor público en lo que afecta a la integridad, honestidad, objetividad, así como en relación con la imparcialidad. En lo demás, el Código prevé que es cada departamento o agencia quien debe poner en su conocimiento el contenido del Código, así como establece que cualquier duda o conflicto potencial o latente sea trasladado a la línea jerárquica de mando o, en su defecto, si no se recibiera una respuesta adecuada, remitir la materia a la Comisión de Servicio Civil. El Código se considera como una parte de la relación contractual y se le exigen al servidor público unos altos estándares y comportamientos en el desarrollo de sus funciones, debiéndose asimismo preciarse tal servidor público de cumplir efectivamente con tales valores del Servicio Civil. 1.3. Francia: del Informe Nadal a la Ley de 21 de abril de 2016 sobre deontología en la función pública Los presupuestos conceptuales de la problemática de la ética (deontología) en la función pública francesa son muy distintos de los existentes en el mundo anglosajón, pues se parte de una regulación de los deberes de los funcionarios públicos a partir de la Ley (principio de legalidad), cuyo incumplimiento (infracciones) comporta una serie de sanciones (también definidas legalmente). En el Derecho continental europeo de tradición francesa (países entre los cuales se encuentra España) no ha habido ningún reflejo de Códigos Éticos o de Conducta en la función pública: ha sido, por tanto, la Ley y, en su caso, los reglamentos en desarrollo de esta, quienes han determinado el conjunto de deberes u obligaciones derivados de esa relación estatutaria, sin dejar ningún espacio a la «autorregulación» o a la concreción de esta materia en códigos de conducta de ningún tipo. Sin embargo, esta situación descrita está cambiando en los últimos años, también en Francia. En ese cambio ha intervenido, sin duda, la aparición de una serie de Informes, el último el denominado «Informe Nadal» publicado en 2015 7, que han supuesto un reenfoque del problema inicialmente planteado solo alrededor de la Ley. Tras la elaboración de los Informes «Souvé» (2011) 8 y Jospin (2013) 9, tal vez sea, en efecto, el Informe «Nadal» el que lleva a cabo un tratamiento más detallado de la problemática de la cuestión de la deontología profesional (aunque su aspecto central fue el tratamiento de los conflictos de interés). No obstante, la elección del presidente de la Alta Autoridad de la Transparencia en la Vida Pública como persona encargada de elaborar este Informe (Jean- Louis Nadal), dotaba al mismo de un sello de imparcialidad que ha sido destacado por la doctrina más autorizada 10. Se puede afirmar que ya en enero de 2015, fecha en que aparece editado el Informe «Reanudar la confianza (Informe al Presidente de la República sobre la ejemplaridad de los responsables públicos)» o conocido tal como se ha visto por el nombre de su Pre- 61
AZTERLANAK ESTUDIOS sidente (Jean-Louis Nadal), todas las cuestiones relativas a los conflictos de interés y a la problemática de la deontología en la vida pública habían tomado ya un papel estelar en la política francesa, también como se verá de inmediato en la propia legislación. La diferencia cualitativa frente a los Informes anteriores (y asimismo frente a las propuestas normativas impulsadas en estos último años) radica en que el Informe Nadal toma como objeto central de sus reflexiones no solo el tema de la confianza (siempre presente en los casos anteriores), sino también incorpora al discurso público, al igual que hiciera el Informe «Jospin» un elemento-fuerza como es la ejemplaridad republicana de la que deben hacer gala necesariamente los responsables públicos como presupuesto de esa confianza. El Informe parte de la premisa de que «algunas reformas institucionales son indispensables para el establecimiento de una verdadera política de ejemplaridad republicana». Y a todo ello se añade otra idea-fuerza que conviene retener: la ejemplaridad requiere un cambio radical de hábitos en las conductas de los gobernantes y de los funcionarios. El Informe Nadal, de acuerdo con esas premisas normativas y reflexivas, lleva a cabo una defensa encendida de la necesidad de «adquisición de una cultura de hábitos deontológicos» (p. 37). Esa cultura se debe manifestar en un «cuerpo deontológico» (no se denomina expresamente Código ético o de conducta, pero la idea es la misma), que se debe enriquecer a partir de la evolución que se dé en relación a cada problema (una idea muy arraigada en el mundo anglosajón). De ahí se deriva con facilidad una idea-fuerza que tiene carácter nuclear: «la deontología no se decreta, sino que resulta de un proceso de apropiación por el agente o funcionario» (p. 38). Todo lo anterior conduce derechamente a una idea que ya estaba presente asimismo en el Informe Sauvé: «Si la probidad y la imparcialidad pueden ciertamente apoyarse sobre dispositivos normativos, ellas parten también de la conciencia individual y colectiva, lo que exige la más amplia difusión de una deontología». Esto requiere desarrollar Cartas Deontológicas. Pero, complementariamente a lo anterior, esa aparición en escena de deontología y de las Cartas deontológicas (o códigos de deontología) son necesarias para ayudar a los responsables públicos a internalizar esos valores, así como a informar sobre los riesgos que conlleva su incumplimiento, tanto administrativos como penales. De ahí se deriva con facilidad la necesidad de una política formativa en este aspecto. El Informe Nadal apuesta, así, por la implantación de los códigos de deontología en clave de proximidad (en cada organización) y esta línea de actuación se puede considerar como un proceso abierto, sobre el que habrá que estar atentos a los resultados inmediatos que se puedan producir. Esa apuesta por los valores y el reforzamiento de la ética o la deontología de la función pública ha tomado carta de naturaleza en una reciente regulación legal: la Ley de 21 de abril de 2016, sobre deontología en la función pública. Ciertamente, se trata de una reforma legal (y no propiamente de un código de conducta), pero lo que se ha hecho realmente es enunciar cuales son los valores o principios nucleares que deben informar la actuación de la función pública y luego regular aquellas materias que sí que tienen implicaciones legales en lo que afecta al estatuto de imparcialidad de la función pública. Lo que no impide, en ningún caso, que esos principios legales se adecuen, en su caso, a normas o reglas de conducta en cada nivel de gobierno o administración pública (como ya está ocurrien do en algunos gobiernos locales o en ámbitos sectoriales, por ejemplo en la policía francesa). En esta línea, la aprobación de la Ley 2016-483, de 20 de abril, relativa a la deontología y a los derechos y obligaciones de los funcionarios, marca un antes y un después en el tratamiento de este tema 11. Frente a los deberes genéricos que se recogían en la Ley de 13 de julio de 1983 relativos a los funcionarios (deber de obediencia; secreto y discreción profesional, obligación de información al público; deber de reserva; y principio de exclusividad en el ejercicio de las funciones públicas en relación con las privadas), la Ley de 2016 replantea los términos del problema a través de una serie de ideas-fuerza que, en el ámbito de lo que denomina deontología de la función pública, se concreta en una serie de medidas éticas y otras que obedecen a regulaciones de la actividad de la función pública por medio de Ley. Estas son las ideas fuerza más sustantivas de la citada regulación: Los valores que se deben respetar por todos los funcionarios en el ejercicio de su actividad profesional, son cuatro: Dignidad. Imparcialidad. Integridad. Probidad. A estos cuatro valores nucleares, la Ley añade algunos principios sustantivos que también deben informar el ejercicio de esa actividad profesional en la función pública: Neutralidad. Laicidad. 62
Igualdad, entendida como compromiso de paridad. Transparencia, que se regula en un apartado distinto. Se prevé, en efecto, una regulación de la Transparencia para evitar los conflictos de interés. Protección del denunciante no solo en materia penal, sino también en todo lo que afecte a los conflictos de interés. Refuerza el papel de la Comisión de Deontología de la Función Pública. Y, en fin, la pretensión última de esta regulación es reforzar o reeditar la relación de confianza de la ciudadanía (usuarios de los servicios públicos) hacia sus funcionarios públicos. Esta Ley, en suma, introduce Valores que representan una evidente modernización o actualización del estatuto de la función pública (de 1983) a los nuevos tiempos, pretende prevenir los conflictos de interés que también puedan afectar a los funcionarios y confirma la idea de que la deontología (esto es, la ética pública) debe estar en el corazón de la acción de los funcionarios y no solo reducida a su aplicación a los niveles políticos o directivos de las Administraciones Públicas. Este cambio de enfoque es muy importante. 1.4. Canadá: Código de Valores y de Ética del Sector Público de la Administración Federal Canadá es un referente como democracia avanzada y, además, un país de tradición anglosajona, pero con una parte del territorio (Quebec) con fuerte influencia continental europea (Francia), por lo que resulta sin duda de interés para conocer qué modelo de integridad institucional se ha impuesto. Y, para ello, el documento más importante es el denominado «Código de Valores y Ética del Sector Público» 12. A diferencia de otros países, tales como el Reino Unido, este Código es aplicable a todo el Poder Ejecutivo Federal (Ministros, personal directivo y funcionarios públicos). No es frecuente, pero es un ejemplo de regulación conjunta, que tal vez obligue a pensar que, con las diferencias que procedan, en su caso, los valores y las reglas de conducta de los servidores públicos (cargos políticos y funcionarios) no deberían distar mucho entre sí. El ejemplo canadiense enseña que se puede configurar un Código de Valores y Ética con un fondo común para ambos colectivos, pues forman parte integrante del Poder Ejecutivo Federal. Comienza el código determinando lo que denomina el rol de los funcionarios federales. Un encuadre pedagógico que consideramos muy necesario, para resaltar el papel central que la institución de función pública ocupa en el sistema político y en la propia sociedad. Y se recoge en estos términos ese papel o esa función existencial de la función pública canadiense: «Bajo la autoridad del gobierno elegido y en virtud de la ley, los funcionarios federales ejercen un rol fundamental al servicio de la ciudadanía canadiense, las entidades y el interés público. En su condición de profesionales cuyo trabajo es esencial a la bienestar de Canadá y a la viabilidad de su democracia, son garantes de la confianza pública». La Constitución de Canadá y los principios de gobierno responsable sirven de base al papel, a las responsabilidades y a los valores del sector público federal. Los principios constitucionales relativos a la responsabilidad de los ministros dictan las relaciones entre ministros, parlamentarios, funcionarios y miembros del público. Un sector público federal, profesional e imparcial es un elemento clave de nuestra democracia». En estos dos párrafos están condensados buena parte de los valores y principios de actuación de la función pública federal, como también su encuadramiento en un sistema democrático de responsabilidad del Poder Ejecutivo y su ajuste como es obvio a los principios constitucionales, pero los últimos incisos del primer y del segundo párrafo son determinantes, al menos en lo que a valores comporta: por un lado, se deposita en los funcionarios públicos (así como en su buen quehacer profesional) nada más y nada menos que el bienestar de Canadá (se entiende que de su ciudadanía), la viabilidad de su sistema democrático y, en fin, la propia confianza de los ciudadanos en la democracia y en sus instituciones; y, por otro, se concluye de forma clara y precisa: «Un sector público federal, profesional e imparcial es un elemento clave de nuestra democracia». En consecuencia, las dos notas distintivas de la función pública federal canadiense en lo que afecta a sus valores son principalmente dos: la profesionalidad y la imparcialidad. El Código define sus objetivos de la siguiente forma: El presente código establece, en grandes líneas, los valores y los comportamientos que deben adoptar los funcionarios en todas aquellas actividades relacionadas con el ejercicio de sus funciones profesionales. Al adoptar esos valores y al comportarse según las expectativas establecidas, los funcionarios refuerzan la cultura ética del sector público y contribuyen a mantener la confianza de la ciudadanía en la integridad del conjunto de las instituciones públicas. El presente código, por tanto, pretende fijar cuáles han de ser los valores y las reglas de conducta que 63
AZTERLANAK ESTUDIOS los funcionarios públicos (por su condición de tales) deben llevar a cabo en el ejercicio de sus funciones. El carácter «institucional» del código es evidente: impone valores y conductas en función de la actividad profesional de servicio público que tales funcionarios desempeñan. Una vez más, la estrecha relación entre comportamiento ético de la función pública y confianza de la ciudadanía siguen presentes. El abandono o descuido de tales valores o normas de conducta tiene, por tanto, consecuencias serias para la población y para la erosión del sistema democrático e institucional. El Código transita luego por el enunciado de los valores, que sintetiza únicamente en cinco, pero que con carácter previo define cuál es su sentido y para qué sirven realmente. Este es el papel que el Código da a los Valores: Los Valores que a continuación se exponen guían a los funcionarios en todas sus actividades. No pueden ser tomados aisladamente, pues ellos coinciden o se solapan a menudo. El presente código y los códigos de conducta de las organizaciones constituyen guías importantes para los funcionarios. Las organizaciones (entidades) deberán integrarlos a sus decisiones, medidas, políticas, procesos y sistemas. Asimismo, los funcionarios deben esperar ser tratados según estos valores. La definición es, sin duda, precisa: normas de orientación de la conducta profesional, que deberán ser seguidas por todos los funcionarios públicos. Además, pone de relieve que este Código de Valores y Ética del Sector Público es una suerte de «código paraguas» sobre el cual se insertan después códigos de las diferentes entidades y organizaciones en las que se estructura el Poder Ejecutivo y la Administración Pública Federal. No menos importante es que estos códigos se anudan, asimismo, al ejercicio de todas las políticas públicas federales, en sus procesos y en el funcionamiento de sus organizaciones, así como que tales valores marcan el modo y manera de tratar a los funcionarios públicos. Los valores que se definen en el presente Código (pues también se determina su alcance) son los siguientes: Respeto a la democracia. Donde se pone de relieve el papel central de la democracia parlamentaria y de las instituciones es servir al interés general, así como que los propios funcionarios reconocen la responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento y, en suma, ante la población canadiense. Asimismo se constata en esta definición del valor citado algo muy importante: «Un sector público no partisano (partidista, si se prefiere, o sin influencias de la política) es esencial para nuestro sistema democrático». Respeto hacia la ciudadanía. La relación de los funcionarios federales con la ciudadanía canadiense debe estar impregnada de respeto, de dignidad y de equidad; valores que contribuyen a un entorno de trabajo seguro y sano propicio al compromiso, la apertura hacia la ciudadanía y la transparencia. El espíritu de innovación de la función pública procede de la diversidad de la población canadiense y de las ideas que de ella emanan. Integridad. Se considera como la piedra angular de la buena gobernanza y de la democracia. Una normas éticas fuertes y rigurosas aplicables a los funcionarios, mantienen y refuerzan la confianza del público en la honestidad, equidad e imparcialidad del sector público federal. Administración o gestión de los recursos. Los funcionarios federales tienen la responsabilidad de utilizar y gestionar de forma exquisita o cabal los recursos públicos, tanta en el corto como en el largo plazo. Excelencia. La excelencia en la concepción y aplicación de las políticas públicas, la ejecución de los programas y la prestación de los servicios del sector público influye positivamente sobre todos los aspectos de la vida pública. La colaboración, el compromiso, el espíritu de equipo y el desarrollo profesional son aspectos que en su conjunto contribuyen al mejor rendimiento y resultados de una organización. Al margen de este detallado y preciso catálogo de valores, el Código define posteriormente los comportamientos esperados por los funcionarios relacionados con cada valor enunciado. No se tratará en estas páginas el largo listado de tales comportamientos o reglas de conducta, pero si es importante resaltar que se incluyen dentro de cada valor como una suerte de pormenorización de conductas esperadas y de actitudes o comportamientos que no son procedentes, en su caso. Por último, el Código recoge una serie de precisiones que tienen que ver con la aplicación del Código (cuyo incumplimiento puede tener dimensiones disciplinarias), pero también prevé un mecanismo de «socialización» de los valores y reglas de conducta al efecto de que los funcionarios puedan plantear las dudas o problemas que se les susciten en relación con las cuestiones éticas y se establecen procesos de resolución de aquellas, incluso a través de procedimientos informales de diálogo y de mediación. Asimismo, se prevé que todo ciudadano que considere que un funcionario público no ha actuado de acuerdo al citado Código, puede ponerlo de manifiesto en el «punto de contacto designado en cada or- 64
ganización» o, en el caso, de falta grave, trasladar tales hechos al Comisionado de Integridad del Sector Público. Si nos hemos detenido tanto espacio en la explicación de los rasgos generales del modelo establecido en este Código de Valores y Ética del Servicio Público Federal de Canadá, es porque ofrece un marco conceptual comparado muy sólido a la hora de construir sistemáticamente (en aspectos formales) y materialmente (en contenidos: valores y reglas de conducta) un Código ético para la función pública. Con las salvedades propias de la diferencia de cultura jurídica (no tanto institucional), algunas de sus aportaciones pueden ser tenidas en cuenta para elaborar un Código de servidores públicos en nuestro contexto, como así parece haber sido seguido este modelo en algún caso que se analiza al final de este trabajo. 2. España: las Leyes de Función Pública como marco de regulación de «los deberes» de los funcionarios (y empleados públicos) La regulación de los deberes y obligaciones de los funcionarios públicos forma parte de su régimen estatutario. Y, en nuestro contexto, ese régimen jurídico es definido primariamente por la Ley. Partiendo de la Administración continental de raíz francesa y de la aplicación del principio de legalidad, que en materia de régimen disciplinario (infracciones y sanciones) nos conduce derechamente a la reserva de ley (artículo 25.1 CE), con las modulaciones que en su caso se han ido adoptando, en nuestro marco de actuación parece quedar poco resquicio para la implantación de un sistema de códigos éticos o de conducta en el sector público funcionarial o en el empleo público. Sin embargo, esta es una apreciación equivocada, como seguidamente se expondrá. Es cierto, en efecto, que los códigos éticos o de conducta no forman parte de la cultura funcionarial en las administraciones públicas españolas, muy marcada por una fuerte impronta jurídico-formal. Aunque en algunos ámbitos, como el sanitario y el de policía, hay ejemplos de la implantación de códigos éticos. También los hay, aunque sean todavía hoy excepciones, en la esfera del empleo público. Alguna iniciativa con orientación pionera parece, no obstante, entrar en ese aún estrecho horizonte. Tradicionalmente la herencia del modelo francés ha sido muy obvia: las diferentes Leyes de Función Pública determinaban los deberes y obligaciones de los funcionarios públicos como una parte sustantiva de su régimen jurídico o régimen estatutario del personal. Esto fue así, aunque de forma fragmentaria, en la propia Ley articulada de funcionarios civiles del Estado, cuya regulación, en buena medida, ha estado vigente (y, en algún caso, aún lo sigue estando) hasta la aprobación del Estatuto Básico del Empleado Público en 2007. En efecto, el capítulo VII del Título III (relativo a los «funcionarios de carrera») de ese texto articulado de 1964 regulaba expresamente los deberes e incompatibilidades. De esa regulación, ciertamente precaria y muy apegada al contexto histórico (así como al momento evolutivo de la institución), cabe destacar los siguientes extremos: Los funcionarios estaban obligados «al fiel desempeño de la función o cargo, a colaborar lealmente con sus jefes y compañeros, cooperar al mejoramiento de los servicios y a la consecución de los fines de la unidad administrativa, en la que se hallen destinados» (artículo 76, hoy en día derogado). Los funcionarios tenían, asimismo, un deber de residencia (salvo excepción singular) en el término municipal donde radicara la unidad administrativa o dependencia a la que prestaran servicios (artículo 77, hoy en día derogado). Los funcionarios debían cumplir la jornada de trabajo que reglamentariamente se determinara (artículo 78, hoy en día derogado). Asimismo, los funcionarios «debían respeto y obediencia a las autoridades y superiores jerárquicos, acatar sus órdenes con exacta disciplina, tratar con esmerada corrección al público y a los funcionarios subordinados y facilitar a estos el cumplimiento de sus obligaciones» (artículo 79, hoy en día derogado). Igualmente, los funcionarios debían «de observar en todo momento una conducta de máximo decoro, guardar sigilo riguroso respecto de los asuntos que conozcan por razón de su cargo y esforzarse en la mejora de sus aptitudes profesionales y de su capacidad de trabajo» (artículo 80, hoy en día derogado). Y, en fin, la sección primera de ese capítulo VII relativa a deberes, se cerraba con una regla que puede entenderse vigente: «los funcionarios son responsables de la buena gestión de los servicios públicos a su cargo». 65
AZTERLANAK ESTUDIOS Asimismo, en otros apartados del mismo texto articulado, que se pueden considerar derogados, se establecían principios o reglas que tenían alguna relación con los deberes y obligaciones de los funcionarios públicos. A saber: Se preveía la existencia de una «Hoja de servicios» de cada funcionario, donde se recogerían los premios y sanciones de que fuera objeto a lo largo de su vida profesional. Se establecía, asimismo, un «desarrollo profesional» de los funcionarios, articulado mediante un Plan de adecuación persona/tareas. Y, por último, se recogían «premios por el buen desarrollo profesional», que consistían en «menciones, condecoraciones, premios en metálico», etc. Tales premios serían valorados en los sistemas de provisión de puestos de trabajo. Pues bien, a grandes rasgos, este fue el sistema de deberes y obligaciones de los funcionarios públicos (y de los empleados públicos) hasta la aprobación del Estatuto Básico del Empleado Público. Pues, en efecto, la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la reforma de la función pública y sus modificaciones posteriores no alteraron el régimen general de deberes de los funcionarios públicos, salvo en aspectos puntuales. Es cierto, no obstante, de que esa regulación de deberes de los funcionarios públicos, era más bien propia del período franquista (no en vano se hacía referencia incluso a «los principios fundamentales del Movimiento Nacional y demás leyes fundamentales del Reino») y estaba llamada a contradecir o entrar en colisión con los principios y reglas constitucionales. Y, en efecto, tal regulación normativa, como no podía ser de otro modo, se vio directamente afectada por la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Eso era algo evidente, puesto que la Constitución estableció una serie de principios aplicables a la Administración Pública y, en particular, a la función pública. Tales principios forman parte consustancial de la institución de función pública en el Estado democrático y, por tanto, aplicables a todas las instituciones públicas (poderes públicos) y al personal a su servicio 13. A modo de apretada síntesis, estos principios serían los siguientes: La Constitución vincula a todos los poderes públicos y, por consiguiente, también a los funcionarios y al resto de personal al servicio de las administraciones públicas (artículo 9.1). A los poderes públicos (y, por tanto, a los empleados públicos que prestan sus servicios en tales estructuras) les corresponde promover las condiciones para que la libertad e igualdad de las personas y de los grupos en los cuales se integran sean reales y efectivas, removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud, y facilitar asimismo la participación de los ciudadanos en la vida política, económica, social y cultural (artículo 9.2: un principio rector que tiene dimensiones plurales en el ejercicio de la actividad pública; también la funcionarial o la de los empleados públicos). El derecho de acceso en condiciones de igualdad a la función pública, con los requisitos que señalen las leyes (artículo 23.2. configurado como derecho fundamental). El derecho de sindicación, con las peculiaridades de su ejercicio para funcionarios públicos (artículo 28.1: configurado como derecho fundamental). Los principios de eficiencia y economía la asignación, programación y ejecución del gasto público (artículo 31.2). El servicio con objetividad a los intereses generales, con sumisión plena a la Ley y al Derecho, que se atribuye a la Administración Pública y, por consiguiente, al personal al servicio de esta (artículo 103.1). Los principios de eficacia, jerarquía, desconcentración, descentralización y coordinación, predicables de la Administración Pública, pero con efectos en las relaciones jurídicas con el personal a su servicio (artículo 103.1). Los principios que deben inspirar el estatuto de la función pública: Principios de mérito y capacidad en el acceso (promoción y provisión de puestos de trabajo) a la función pública. Las peculiaridades del ejercicio del derecho a la sindicación. El sistema de incompatibilidades. Y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones (artículo 103.3). Y, en fin, los principios de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, que derivan del artículo 135. Todo lo anterior al margen de las cláusulas relativas al reparto de competencias en materia de función pública que ahora no interesan; aunque habilitan, por previsión constitucional básica y por competencias estatutarias autonómicas al ejercicio de potestades normativas y ejecutivas a las Administraciones Públicas territoriales en estas materias. 66
De todos esos principios establecidos en el sistema constitucional, por lo que respecta a los valores que inspiran la función pública y a los deberes que se anudan a ese estatuto de derecho público, cabe resaltar los siguientes: En cuanto a valores o principios (con alcance distinto) cabe identificar algunos, especialmente: Respeto al Estado social y democrático de Derecho, así como a sus instituciones. Servicio a la ciudadanía. Promover la igualdad y la participación. Profesionalización de la función pública (empleo público): igualdad, mérito y capacidad en el acceso, promoción y desarrollo profesional. Exclusividad en el ejercicio de las funciones públicas, salvo excepciones tasadas. Garantía de imparcialidad, especialmente frente a influencias políticas. Sindicalización del empleo público, con las peculiaridades que procedan. Eficacia, eficiencia y economía en el uso de los recursos públicos. Sostenibilidad financiera y estabilidad presupuestaria. Por lo que ahora importa, la jurisprudencia constitucional ha ido perfilando en diferentes Sentencias el alcance de la reserva de ley en diferentes materias que afectan a la función pública: estatuto de la función pública y régimen estatutario de los funcionarios (derechos y deberes: STC 99/1987, entre otras); régimen de incompatibilidades en la función pública (STC 178/1989); así como, en diferentes pronunciamientos, el alcance del principio de imparcialidad en el ejercicio de las funciones públicas (aunque mucho más apegado a las funciones jurisdiccionales que a las propias de la función pública). También es muy copiosa la jurisprudencia constitucional sobre la reserva de ley y sus excepciones en materia de potestad disciplinaria en el campo de la función pública. Pero ahora este último punto no nos interesa, por lo que seguidamente se dirá: el Código de conducta del empleo público que desarrolle las previsiones del EBEP no tiene por qué optar por esa dimensión o conexión sancionadora, sino por la construcción de un sistema preventivo que se apoye en un Marco de Integridad Institucional, que conlleve asimismo un reforzamiento de la construcción de una infraestructura ética en la Administración Pública. Veamos. 3. La regulación del Código de Conducta de los empleados públicos en el EBEP La elaboración del EBEP vino precedida de la confección de un «Informe de la Comisión para el estudio y preparación del Estatuto Básico del Empleado Público», emitido con fecha de 25 de abril de 2005 («Comisión Sánchez Morón»). Con los precedentes antes citados, la Ley 7/2007, de 12 de abril, regulaba el Estatuto Básico del Empleado Público. En ese Informe se relacionaba estrechamente Código ético y deberes de los empleados públicos. Se pretendía, así, superar algo que «nuestra legislación histórica no ha establecido, hasta ahora, un listado sistemático ni completo de deberes y obligaciones». Se partía de la intuición de que en muchos Estados, auspiciados por el Consejo de Europa y la OCDE, habían irrumpido como se ha visto «códigos de ética y de conducta de los empleados públicos, con un contenido bastante similar, pero con eficacia y consecuencias jurídicas muy diferentes en cada caso», cuyo objetivo último era «fortalecer las relaciones e incrementar la confianza entre instituciones públicas y ciudadanos». Todo ello enmarcado en la idea o principio de «buena administración», entendida también como derecho de los ciudadanos en sus relaciones con las Administraciones Públicas. El Informe, dado el momento de su elaboración, contraponía en la determinación de tales principios éticos países con tradición autorreguladora con aquellos otros en que tales principios se reflejaban en los textos normativos (leyes). Y, de ahí, se pretendían extraer unas consecuencias sancionadoras o de efectos disciplinarios en los casos de incumplimiento. Este enfoque solo será seguido parcialmente por el EBEP y, en todo caso, puede estimarse como incorrecto, sobre todo si se configuran los códigos de conducta con una dimensión preventiva y de preservar o mejorar la infraestructura ética de las organizaciones públicas, que esta debería ser la orientación dominante de tales instrumentos. En cualquier caso, el Informe daba un paso adelante al incorporar, al menos, la noción de «código ético» en sus aplicación al empleo público y al relacionarla con la confianza que la ciudadanía tiene en el funcionamiento de las instituciones. Además, extendía tales principios éticos (o «deberes básicos», como los de- 67
AZTERLANAK ESTUDIOS nominaba) «a los funcionarios públicos y contratados laborales de la Administración y Entidades Públicas». Esas propuestas de la Comisión de proyectaron sobre el texto del EBEP, que finalmente aprobó por las Cortes Generales a través de la citada Ley 7/2007 (hoy Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público). En la exposición de motivos del citado texto normativo se recoge lo siguiente: «Por primera vez se establece en nuestra legislación una regulación general de los deberes básicos de los empleados públicos, fundada en principios éticos y reglas de comportamiento, que constituye un auténtico código de conducta. Estas reglas se incluyen en el Estatuto con finalidad pedagógica y orientadora, pero también como límite a las actividades lícitas, cuya infracción puede tener consecuencias disciplinarias. Pues la condición de empleado público no solo comportan derechos, sino también una especial responsabilidad y obligaciones específicas para con los ciudadanos, la propia Administración y las necesidades del servicio. Éste, el servicio público, se asienta sobre un conjunto de valores propios, sobre una específica cultura de lo público que, lejos de ser incompatible con las demandas de mayor eficiencia y productividad, es preciso mantener y tutelar, hoy como ayer.» La exposición de motivos incide en esa ecuación entre código de conducta-deber que, siendo cierta en parte, no lo alcanza todo. Afirma, no obstante, que tales reglas se «incluyen con una finalidad pedagógica y orientadora», pero añade de inmediato que también se recogen con una finalidad de «límite de las actividades lícitas, cuya infracción puede tener consecuencias disciplinarias». Una fusión entre códigos de conducta y normas sancionadoras que, como se reiterará en este artículo, no es correcta en términos conceptuales, puesto que entremezcla normas jurídicas con normas de autorregulación 14. Tal como se ha visto, el sentido finalista de esa regulación no es tanto preventivo como represivo. La tesis que aquí se mantendrá es distinta: los códigos de conducta (también en el empleo público) deben ser sobre todo instrumentos de construcción de infraestructura ética que dejen fuera la dimensión represiva, salvo que se incurra en una conducta infractora tipificada por el ordenamiento jurídico, en cuyo caso se procederá a dar traslado a la autoridad competente para incoar el pertinente expediente sancionador. Por consiguiente, la orientación de los valores, principios y normas de conducta que el código establezca no pueden tener la consideración de normas jurídicas, ni menos aún tipificar infracciones o sanciones. Su finalidad es otra: poner en el frontispicio de la actividad de los empleados públicos un conjunto de valores cuya finalidad es prestar un mejor servicio a la ciudadanía y reforzar así la confianza en las instituciones. El capítulo VI del título III del EBEP recoge esos deberes de los empleados público y lo que denomina como «código de conducta». El artículo 52 se enuncia del mismo modo que como lo hace el propio capítulo citado: «Deberes de los empleados públicos. Código de conducta». Este artículo expone lo siguiente: «Los empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas que tengan asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres, que inspiran el Código de Conducta de los empleados públicos configurado por los principios éticos y de conducta regulados en los artículos siguientes. Los principios y reglas establecidos en este capítulo informarán la interpretación y aplicación del régimen disciplinario de los empleados públicos». Del enunciado del citado artículo 52 se pueden extraer una serie de consecuencias: Se recoge en este primer artículo un «deber de diligencia» en el desempeño de las tareas que tengan asignadas de los empleados públicos, que debería ser configurado más bien como regla de conducta. Como bien ha sido criticado en algunos textos doctrinales, la referencia a que los empleados públicos velen por los intereses generales es algo consustancial a la función pública que deriva del propio artículo 103.1 de la Constitución. Más extraña aún que, dentro de los deberes o del código de conducta, como también ha sido censurado por algunos estudios doctrinales, se incorpore «la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico», pues va de suyo que la Constitución obliga a todos los poderes públicos y, por consiguiente, también a los empleados públicos que prestan servicios en ellos (artículos 9 y 103 CE). Pero es que, además, no es propio de los códigos de conducta reiterar lo que ya dicen los textos normativos, aunque en este caso como se confunden textos normativos con códigos esa mezcla puede producir la incorporación de esa referencia. El amplio listado de principios que se contienen en este artículo 52 mezcla, igualmente, lo que 68